domingo, 22 de febrero de 2015

A Don Juan.

Han pasado meses, apenas le escribo a papá, me ha tomado más tiempo escribirle que empezar a llorarle... había que llorarle mucho para comenzar a escribirle:

Unos textos a Don Juan,

Me tomó meses llorarte, un día exploté en el sofá de una casa
que no era mía, una muy parecida a la nuestra por las noches.
No le había dicho a nadie que llorar por ti era difícil
pensando en los papeles del seguro o el banco.

Generalmente pensaba que cuando te fueras así sería:
que yo tendría que ocuparme de tus papeles y las deudas
y que, como los grandes, sabría que tu muerte era una posibilidad;
así lo fue: ayudé a mamá en cada papeleo, en cada firma.

Sabía también que era una posibilidad, que te irías... de pronto,
que estabas enfermo y que era inevitable, el cuerpo viviendo se muere,
pero yo me había ido, me fui lejos por las peores razones,
tres que recuerdo; la primera que seguro perdonarías:

saber más que tú, para que tus ojos no me vieran
como lo que pude haber sido, para que no me pensaras idiota,
aprenderlo todo, lo que fuera, y regresar a contarte,
como nuestro último diciembre, desayunando en el patio.

Me preguntaste todo y mis respuestas estaban llenas de pasión,
bebí café contigo debajo del granado y hablamos por meses en un día,
estabas contento, lo vi, y yo lo estaba, esperaba el domingo de toros
antes de tomar el avión de regreso.

Mis otras dos razones, olvidar a una mujer en la que ya no pienso,
y ayudar a otra con el corazón deshecho, par de insulsas que de nada valieron.
Pronto entendí que no eran razones suficientes, no para irse,
no estando tú tan enfermo y tan solo. Luego yo tan solo.

No me culpo de tu muerte porque no podía salvarte,
me culpo por dejarte un ciclo entero, sin besarte.
Me fui pensando que aguantarías cien años,
sin imaginar los daños que te dejarían estar solo.

No debí tomar ese avión aquel diciembre cuando, bajo el granado,
te despediste diciendo que era el fin de nuestros encuentros,
cuando dijiste que no llegarías al final del año; no lo creí,
debí quedarme, dejarlo todo, estar allá de nuevo.

Que me cuidara, me pediste, que estudiara, que estabas orgulloso,
y por segunda vez en toda mi vida te vi llorar, supe que me amabas,
que habías hecho lo que pudiste y dios sabe que lo hiciste
y yo sé que lo hiciste y mamá lo sabe aunque no la convenciste.

Me pediste volviera en el verano, ya lo sabías, infeliz sabelotodo,
quién fuera tú que hasta el día de tu propia muerte elegiste,
volví y te encontré en el sillón de un hospital, casi vestido;
sentí tu frío y tu cansancio, y detrás vi en tu rostro alivio.

Hablamos veinte y tres minutos, te tapé, acomodé tus calcetas
y sobé tus pies, te pedí que te cuidaras y me fui a casa... te dejé otra vez,
al día siguiente mamá encargó tu rasuradora, querías verte bien,
llegué a las once, me tocaba cuidarte todo el día; tenía tanto que contarte.

Llegué y estabas muy lejos, tus ojos entre abiertos no miraban,
te escuchaba respirar a golpes, el viento se te quedaba frente al rostro,
te juro que toqué tu brazo todo el tiempo y tomé tu pulso cada cinco,
de pronto te me fuiste y te llamé, volteaste y de nuevo vi tu alivio.

Ya no te escuché hablar, sólo el día anterior, antes de conectarte a un aparato,
nos dijiste a mamá y a mí lo último que te escuché decir:
“Las reglas son para romperse” pero también los corazones
y te juro, Juan, que el mío no estaba para romperse de nuevo.

El doctor, un canalla, me hizo la peor pregunta
que se resume en si quería dejarte morir o dejarte sufrir,
así que me quedé con el sufrimiento yo y tu te fuiste a tu cielo
sin mi y sin dejarme decirte que los ojos de mi alma lloraban por la tuya.

Pensaba que me esperaste porque era yo quien debía estar ahí,
quien debía verlo y no los otros que no te vieron en vida como yo.
Mis hermanos no debían, porque no te conocían lo que yo,
no les dijiste lo que a mí. Porque tú eras el malo de sus días.

Pero pienso que me esperaste para que supiera, irremediablemente,
que siempre serías mejor que yo, que incluso tu muerte era tuya
y mi vida no era de nadie... me esperaste para aplastar lo que creí,
para ganarme para siempre y joderme como nunca.

Pienso, que querías decirme que aunque yo te dejé tu último año
por huir como un cobarde de mis males,
tú soportaste los tuyos unos días más para verme, y, así,
en cada caso eras mejor que yo, más hombre, más tú.

La peor lección que a un tipo mimado como yo le puedes dar
es mostrarle que no es lo que se cree, que no vale lo que piensa,
me dejaste sin ti, sin nombre, sin fuerza, y el orgullo, ese que me diste,
lo dejaste en un montón de papeles que no he escrito y no sé si escribiré.


me enseñaste a mentirle a las mujeres
a darles el amor a cuenta gotas,
después dar el honor que está en mis botas.
Volver a comenzar esos deberes,

fue mi vida gozar los menesteres
que arrojaste cual lluvia a las capotas
y sólo, como cuando caes y explotas,
de la mano se fueron los saberes.

La tragedia en que ahora me dejaste,
que en venganza también me abandonaste,
es esa, por la que dormir no puedo

le debo tantas horas a mi sueño
que toda noche tu moral desdeño
aunque, con ella, todo te concedo.


perdón por dejarte,
no imagino ese último año
con tu voz desesperadamente sola,
tu alma moviéndose en sí misma
disculpándome a cada sonar
de la respiración.

Nadie dirá que fuiste el mejor hombre,
ni siquiera yo, hace meses que moriste
y apenas te escribo porque, imagino,
que lo voy entendiendo, no tu muerte
--esa la entendí el mismo día, yo la vi--
sino tus modos, esos con los que, creo,
me-nos edificaste.

Yo no le digo a nadie, pero sé, que cuando
el aliento dejó tu cuerpo pensaste en nosotros,
y seguramente te maldijiste
porque no te convencimos,
porque no fuimos como tú,
yo intenté.
Intenté.

A menudo dicen que estoy bien que me veo bien.
Aún ahora, no me perdono ni un poquito,
haber usado verde el día de tu muerte,
haber traído arete, no haberme rasurado,
haber tenido que decirle así al resto de la familia
que habías muerto, que lo vi, que lo sentí
y el doctor movió sus manos en forma
terminal antes de ponerlas en mis hombros.

Me encontraron sentado en un pilar amarillo
fuera de la clínica, uno y otro, los dos mayores,
se pararon junto a mí y con el sol en contra,
y otros males, dije: Se murió.
Inmediatamente tomaron sus teléfonos
me dejaron solo, lo merecía, era un pago,
ni debería reprocharlo,
pero te acababa de ver irte de tu cuerpo
y, estoy seguro, de que estaba a punto de salir del mío.


No es que no soporte tu muerte,
es que, todos los días,
cuando me alisto y miro mi reflejo
antes de salir de casa
estoy seguro que, más que verme a mí,
te veo a ti.

Y me mata.