domingo, 11 de septiembre de 2011

Soy.

No debería, por alguna razón no debería ser esto.


Una mezcla entre lo que se supone que soy y lo que por seguro soy.

Debería tener un momento de silencios, unos largos, callados. No sé que hay en un umbral cercano a éste, no sé cada cuanto hago lo correcto... o lo necesario.

He dicho siempre que escribo para no enfermar, pero ¿qué si ya estoy enfermo? Ya no es curación, no las letras ni el alcohol, ambas cosas me dan la misma pena cada amanecer.

Es tan terrible ser lo que dicen otros, es terrible ser los otros.

Fingir es una actuación efímera, las voces de la gente son pedradas con el permiso de dios en honor a mandamientos de sal y sudor.

Recuerdo muchas veces haber escrito por amor y por muerte, ambas cosas llegaron de maneras distintas pero al mismo tiempo, como de la mano sin conocerse, como besándose para olvidarse.

Es esta sensación de que lo quiero todo, todas las mujeres, todo el alcohol, todos los momentos, todos los eventos, las marcas en la cara, todo lo que deja algo entre los dientes luego de tenerlo. Y no tener nada es una cuestión de actitud.

El rostro que no puedo dejar de ver, que no lo olvido porque no se puede, la mujer que casi sonríe con la boca mientras no puede llorar con sus ojos parecidos a los míos. Ella sonríe y habla de lunas llenas para ver la noche y caballos de mar para señalar al hombre, pero no la veo como es, como externa, como ajena a lo inmediato.

No sé bien por que bebo de esa manera, como con sed desesperada, como apagando fuegos interminables, como suicidándome, ahogándome en la fidelidad de un amigo que a traición desdibuja la imagen de las cosas que tocamos juntos.

Prefiero decir, creo, que no hago nada y no soy otra cosa que la respiración del momento, o la desilusión de las mañanas siguientes.

Que estoy triste como nunca antes, es cierto. La razón, quién sabe cuál sea, generalmente nadie sigue las esencias de los fenómenos, esas se quedan siempre en espera de de conocerse, de pronto son y nada más, de pronto no está nadie y hay que dormir un poco más, o un poco menos, cualquier cosa es suficiente si las manos te tiemblan y el corazón se esconde entre las paredes del pecho.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Cualquiera, yo y el diablo

Cualquiera, yo y el diablo amigo de dios en el infierno, un espectáculo bochornoso del báculo del destino perezoso que esclaviza la risa amante de los pocos andantes que sonreímos con un dejo de dulzura escurriendo de la comisura del alma y del viento que somos cuando escondemos el aire que sobra en el mundo que no es nuestro ni de cualquiera ni del diablo amigo de dios en el infierno.


Un poco de nostalgia entre las paredes que dibujan los labios que no besan por imposibilidad. La prohibición del hombre a la mujer de todos para su propio bienestar como el brote de todos los pesares vividos y matados.

Si yo soy cualquiera, y el diablo y dios, entonces adiós y con la mano en el aire escondo que nadie sin paz ni armonía en el día de muerte que, con suerte, emanará de un cuento escrito con el puño inmune de una mujer que olvidó ser de su tiempo como el tempo de ella y del viento como sólo de sí mismo. Se pasea el viento por los ventanales y los pocos árboles que el otoño deja antes de helarlos en el frío invierno de la poca soledad de los hombres que no lloran por la mujer que han perdido las suficientes veces para mostrarse, por lo menos, un poco parecidos a cualquiera, a mí o al diablo amigo de dios en el infierno.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Al Infierno

Fragmento.

Escribir con el alma o para el alma, como si hubiera una diferencia entre ambas cosas; como si el orden del mundo las separara por mera fragilidad emocional.

Una repetición del sentimiento matutino de autocompasión. Cuando despiertas pensando en la mujer que no debieras sólo porque la soñaste por tercera vez consecutiva, el sueño de una noche donde los espacios vacíos de la cama estorban y el lado contrario se vuelve infinitamente oscuro y lejano, largo, interminablemente inhabitable. La mujer, esa mujer que crea el mundo desde el infierno que esconde entre sus piernas mientras baila escandalosamente canciones que parecen de cuna y de muerte, de tristeza y desesperación; también de todo lo contrario; me despierta y me hace implorar perdones a cualquiera de los dioses que me ven, aunque me vean para reírse y darse gusto y su deseo sea que siga siendo torpe y mi vida sea la falla donde se acumulan las fallas de todos los demás.

De ese infierno lleno de fuerza que parece nombrar la piel de mis manos como pidiéndoles favores de santidad, estas palmas que sólo escuchan los olores del pasado que no tienen semejanza con los de un presente sin clima ni sabor entre las hojas de sus árboles sin frutos para los hombres solos. Algunos otros rodean la piel de una serpiente mientras la converso con todo el permiso que me da su infierno inagotable hasta hoy. Ni una vida despierta en el oscuro templo de cualquier santo podría compararse en divinidad con el momento que me da mientras duermo en su caricia subconsciente de mujer sin hambre y poca sed, pero de ahogo constante, necesario, vital. No soy un dios en la palma de la mano de cualquiera que se arrodille con el corazón bombeando fe al universo para que lo escuche y lo ilumine; soy, más bien, una gota de sudor en el pecho de quien sea, el residuo de un acto puro y olvidable luego de la máxima imagen de esplendor de cualquier luz intermitente o desprendida de alguna estrella a la que no se le mira a los ojos por mera caridad.