viernes, 11 de febrero de 2011

Adieu, mi callado amigo.


Nunca he escrito nada, estando tan terriblemente triste como hoy.
Pensé, por mucho tiempo, que una despedida así de dolida y triste sólo se podía escribir por una mujer, una que por lo menos fuera medianamente bella, y que además me hubiera dado tres o cuatro noches que no pudiera olvidar. Porque  las cosas más importantes son así, de interés, de conveniencia y de un poco de superioridad social respecto al tema más burdo y pedestre que se quiera. La gente sólo se entristece y llora por eso que les daña una parte de su ego o de su estabilidad existencial.
Si hoy hubiera llorado, me sentiría más tranquilo, de lo más normal, incluso cuando no fuera una escena que me gustara, representaría, de algún modo muy literal, que estoy sacando todo eso que, se supone, debo sacar para encontrar la paz luego de una pérdida que, esa sí, es irreparable. Debo estar en shock, fue la noticia con la que he recibido el día,  y en la que no he dejado de pensar incluso hasta estas horas.
Acostumbro pasar algunas horas del día, solo; la gente se va porque supuestamente tiene cosas importantes que hacer, y para mi la más importante es que se vayan, y no tengo que hacer nada para que eso pase, sólo esperar a que todos hagan lo suyo. La única razón, es que estando solo, puedo escribir algunas líneas que no  tienen más ambición  que alegrarle o enfurecerle el corazón a alguien, cosa que me es suficiente para llevar un humor tranquilo el resto del día. Soy un mamonazo, y a veces escribo sin querer, aun cuando es lo único que quiero. Así que pasaba mañanas, solo, escribiendo algunos ripios que, en momentos, se detenían; pasaba minutos con las manos en el té y los ojos donde sea. Justo en esos momentos, escuchaba un grito desde afuera, uno que superaba a cualquier otro sonido,  él sabía que la casa estaba sola, y que yo no era suficiente espíritu para que se sintiera acompañado. Cuando lo escuchaba, salía con él y le llevaba una galleta, o un pedazo de fruta, cuando no había nada más le daba una tortilla seca, al fin que él es capaz de comer lo que sea que le llene el estomago.  En momentos como ese, solía hablarle  de cosas que en algún momento se mostraban importantes; del futbol mexicano,  de la música de los gringos, del indulto de Sebastián Castella  a Guadalupano, de sus silencios, de su forma tan extraña de quitarle primero el dulce o el chocolate a las galletas, le decía que no podría yo comer algo que tomo con mis pies,  le hablaba de los textos, de la mujer en turno, del viento en las mejillas de alguna, de su vida de hombre solo, de mi vida de hombre inútil. Él sólo escuchaba, no podía hablar, nunca supimos como enseñarlo; emitía un sonido parecido a un quejido, un quejido en su sitio. Cuando ambos terminábamos con la galleta, o lo que fuera, regresaba a mi computadora y podía escribir algunas líneas más. El ya no volvía a gritar.
Por las tardes miraba la televisión con mi papá, hasta comían juntos, y si mi papá se iba al sillón, él lo seguía hasta allá, sólo por un poco de atención, o de comida quizá. Caminaba por la casa cuando le apagaban la luz y buscaba a alguien que la encendiera de nuevo, parecía a veces que era muy temprano para hacerlo dormir. Le molestan los extraños, se hacía un peinado punk cuando miraba a alguno, los mira de lado y se le enrojecen lo que parecen ser las mejillas, le enfurecía ese olor a extraño, sobre todo cuando se trataba de una mujer. Le tocó ver a más de una.
Le decíamos feo, no por que lo fuera, en realidad es un ser angelical, las alas le brillan a la distancia, su piel está cubierta de colores;  los cuales un hombre común no podría soñar nunca, ni siquiera en el respiro de la muerte. Sus ojos lo pueden ver todo, y aprendió a vivir como uno de nosotros, sabía en que sitio estaba todo lo que podía tener en la casa e incluso iba a la mesa por una tortilla o lo que fuera. Sabía que lo merecía todo de nosotros, sabía que aunque amargado, indecente, gruñón e indeseablemente gritón que es, le daba a nuestros rostros un montón de muecas que se asemejaban a una sonrisa sincera. Qué bueno que tenía la  rara fortuna de no hablar ni siquiera un poco, y que hiciera que nosotros interpretáramos sus sonidos; así, incluso cuando estuviera maldiciendo su tan libre encierro,  nosotros,  lo tomábamos por un “gracias”, un “adiós” o un ¡David!
Esta mañana, despierto y salgo corriendo, en la sala, la jaula vacía, la puerta de la casa abierta, mi madre afuera, aguantándose el llanto en las pestañas. Buscando por donde sea. Yo miro al cielo, a los árboles, sonrío un poco y vuelvo a la cama, ni siquiera lo busco ni un momento. Se fue. Y no es un malagradecido por no volver o por irse de pronto, le doy el beneficio de la duda y pienso que quizá se volvió loco, que quizá se enfermó, que quizá  fue a dar una vuelta por el cielo y al rato viene por una galleta. O quizás estaba a punto de morir y se fue antes de que pudiéramos verlo muerto, quizá nos hizo ese favor.
Pero se fue,  y se fue tanto.

Justo al terminar, comencé a llorar.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Wow!! Yo me contengo la lagrima que podria salir, quiza por que no lo conoci lo suficiente. Aunque raro, ya siento extrañarlo. Me gusto, deja ese sabor amargo, pero lleno de dulzura! Quiza su libertad termina donde comienza tu alegria...

David Navarro dijo...

Quizá.
Gracias por leer, y por comentar.
Mi tristeza es una injusticia, un egoismo inevitable.

Saludos.

Anónimo dijo...

Hay afectos a los que nos aferramos porque suelen dar mas y no pedir como otros, no es egoismo, solo la falta de ese que no entendemos porque amamos. Quiza pronto regresa.

Alicia Gutiérrez dijo...

Alguna vez me tocó verle al mío en dirección al sol hasta que decidí mirar abajo.
Me gusta y me gustan unas cuantas frases que suenan a mero corazón, a mero sentimiento y a verdad.
Qué bello es cuando le sentimos al alma siempre de la manera que sea.
Un beso, un abrazo fuerte, corazón.