miércoles, 16 de febrero de 2011

Notas...

Cómo nos cambia el alma... pareciera que la identidad se nos va de las manos y nos hacemos pequeños en un parpadear del sol... uno tan violentamente lacerante.
Que si la vida se nos va de largo, que si el viento no nos mueve más el cabello... nada importa. El alma nos cambia, se nos muere, eso quizá; signifique renacer. Pero quién sabe, luego de tanta muerte sin retorno.
Las mejores cosas se acomodan siempre en un extremo lejano, ni siquiera visible, le ponemos pies al mundo para que no gire, le damos vueltas al cuerpo para dejar de sentir los pasos bajo las suelas.
Las mujeres más hermosas se esconden en su piel y se hacen tan invisibles que parecen perfectas. El alma intocable. Los tipos como yo saboreamos el espacio que existe entre esas imágenes de fuego y miel ; y   nosotros. Nada de lo que aparezca en ningún otro lado se equipara a un espacio como ése.  
Cualquier piel se acomoda en los huecos después, todas engranan de manera tan natural que el momento convence, todo convence, el cielo convence, el engrane es un paraíso de silencios mal logrados.
Y luego hay que echar la mirada a la derecha, abajo…  siempre un apretón de labios casi consiente, casi planeado, no lo querías. Dura tan poco el amor por el momento; que prefieres el destello de una luz conciliadora que nada diga.
¿Cuántos pasos hay que  dar hacia atrás para regresar momentos alineados tan estrictamente en orden y volverlos a empezar?
La respiración detiene el tiempo y a nadie le queda la suficiente fuerza de sobrevivir sin respirar lo suficiente. Detener el tiempo es morir. Descubrir su inexistencia, la del tiempo, es la vida plena de cualquiera.
Ya no cabe respeto en ningún sitio, acomodarlo es la tarea más difícil de los hombres, no cabe en un cajón medio ocupado, ni en una caja de cartón.  Puedes tener un montón de espacios vacíos, cientos, y la suma de todos los vacíos no es suficiente para semejante porción de incomodo respeto.
Luego le dibujas un rostro al ente tan despreciado que es, y nadie lo compra, no es suficiente, no basta la forma para mostrar al espíritu, aunque no sea necesario porque no exista  o por que sea una anomalía.

Las líneas que pongo en los textos generalmente llevan nombres de mujer, y aunque nunca diga alguno textualmente, es tan evidente que la escribo que a la mañana siguiente me avergüenza hondo.  
Ya he tenido en la extensión de mis brazos a la más hermosa de las mujeres que haya visto, y ha durado tan poco por mi simpleza, que a cada parpadeo lacerante, como el del sol, puedo ver esa imagen completa,  como un recuerdo instantáneo que abarca el suficiente tiempo para no poder respetar, ni un segundo, todo lo que ha valido el dolor de ser un instante de brisa coqueta, acomodada en un pequeño espacio de un cielo atormentado.

viernes, 11 de febrero de 2011

Adieu, mi callado amigo.


Nunca he escrito nada, estando tan terriblemente triste como hoy.
Pensé, por mucho tiempo, que una despedida así de dolida y triste sólo se podía escribir por una mujer, una que por lo menos fuera medianamente bella, y que además me hubiera dado tres o cuatro noches que no pudiera olvidar. Porque  las cosas más importantes son así, de interés, de conveniencia y de un poco de superioridad social respecto al tema más burdo y pedestre que se quiera. La gente sólo se entristece y llora por eso que les daña una parte de su ego o de su estabilidad existencial.
Si hoy hubiera llorado, me sentiría más tranquilo, de lo más normal, incluso cuando no fuera una escena que me gustara, representaría, de algún modo muy literal, que estoy sacando todo eso que, se supone, debo sacar para encontrar la paz luego de una pérdida que, esa sí, es irreparable. Debo estar en shock, fue la noticia con la que he recibido el día,  y en la que no he dejado de pensar incluso hasta estas horas.
Acostumbro pasar algunas horas del día, solo; la gente se va porque supuestamente tiene cosas importantes que hacer, y para mi la más importante es que se vayan, y no tengo que hacer nada para que eso pase, sólo esperar a que todos hagan lo suyo. La única razón, es que estando solo, puedo escribir algunas líneas que no  tienen más ambición  que alegrarle o enfurecerle el corazón a alguien, cosa que me es suficiente para llevar un humor tranquilo el resto del día. Soy un mamonazo, y a veces escribo sin querer, aun cuando es lo único que quiero. Así que pasaba mañanas, solo, escribiendo algunos ripios que, en momentos, se detenían; pasaba minutos con las manos en el té y los ojos donde sea. Justo en esos momentos, escuchaba un grito desde afuera, uno que superaba a cualquier otro sonido,  él sabía que la casa estaba sola, y que yo no era suficiente espíritu para que se sintiera acompañado. Cuando lo escuchaba, salía con él y le llevaba una galleta, o un pedazo de fruta, cuando no había nada más le daba una tortilla seca, al fin que él es capaz de comer lo que sea que le llene el estomago.  En momentos como ese, solía hablarle  de cosas que en algún momento se mostraban importantes; del futbol mexicano,  de la música de los gringos, del indulto de Sebastián Castella  a Guadalupano, de sus silencios, de su forma tan extraña de quitarle primero el dulce o el chocolate a las galletas, le decía que no podría yo comer algo que tomo con mis pies,  le hablaba de los textos, de la mujer en turno, del viento en las mejillas de alguna, de su vida de hombre solo, de mi vida de hombre inútil. Él sólo escuchaba, no podía hablar, nunca supimos como enseñarlo; emitía un sonido parecido a un quejido, un quejido en su sitio. Cuando ambos terminábamos con la galleta, o lo que fuera, regresaba a mi computadora y podía escribir algunas líneas más. El ya no volvía a gritar.
Por las tardes miraba la televisión con mi papá, hasta comían juntos, y si mi papá se iba al sillón, él lo seguía hasta allá, sólo por un poco de atención, o de comida quizá. Caminaba por la casa cuando le apagaban la luz y buscaba a alguien que la encendiera de nuevo, parecía a veces que era muy temprano para hacerlo dormir. Le molestan los extraños, se hacía un peinado punk cuando miraba a alguno, los mira de lado y se le enrojecen lo que parecen ser las mejillas, le enfurecía ese olor a extraño, sobre todo cuando se trataba de una mujer. Le tocó ver a más de una.
Le decíamos feo, no por que lo fuera, en realidad es un ser angelical, las alas le brillan a la distancia, su piel está cubierta de colores;  los cuales un hombre común no podría soñar nunca, ni siquiera en el respiro de la muerte. Sus ojos lo pueden ver todo, y aprendió a vivir como uno de nosotros, sabía en que sitio estaba todo lo que podía tener en la casa e incluso iba a la mesa por una tortilla o lo que fuera. Sabía que lo merecía todo de nosotros, sabía que aunque amargado, indecente, gruñón e indeseablemente gritón que es, le daba a nuestros rostros un montón de muecas que se asemejaban a una sonrisa sincera. Qué bueno que tenía la  rara fortuna de no hablar ni siquiera un poco, y que hiciera que nosotros interpretáramos sus sonidos; así, incluso cuando estuviera maldiciendo su tan libre encierro,  nosotros,  lo tomábamos por un “gracias”, un “adiós” o un ¡David!
Esta mañana, despierto y salgo corriendo, en la sala, la jaula vacía, la puerta de la casa abierta, mi madre afuera, aguantándose el llanto en las pestañas. Buscando por donde sea. Yo miro al cielo, a los árboles, sonrío un poco y vuelvo a la cama, ni siquiera lo busco ni un momento. Se fue. Y no es un malagradecido por no volver o por irse de pronto, le doy el beneficio de la duda y pienso que quizá se volvió loco, que quizá se enfermó, que quizá  fue a dar una vuelta por el cielo y al rato viene por una galleta. O quizás estaba a punto de morir y se fue antes de que pudiéramos verlo muerto, quizá nos hizo ese favor.
Pero se fue,  y se fue tanto.

Justo al terminar, comencé a llorar.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Anti-intransigente.


Una mercadería de palabras en cuatro patas,
supuestas honras a alguna luz de viejos ojos
y negras nubes balanceándose en un autobús,
uno que no entiende ni necesita.

¿Qué es la intransigencia en una figura poética?
Una redundancia casi inhumanamente tonta,
la forma de fluir sin fluir con el viento,
una bocina llena de baba.

Se caen las monedas del dolor poético,
estúpidamente muerto, estúpida emanación.
Tan poca emoción en el sueño,
Tan rotunda la muerte del ritmo.

Gemidos mutantes, hipérboles,
poesía casi inventada, una ola innecesaria,
violenta, casi con un espíritu artificial…
caras duras de corazón sin ejercicio…
poesía de juguete, monitos de acción.

¿Qué es la poesía cuando trata de algo que no es espíritu?
¿Qué es la poesía si habla del narcotráfico como un ente ajeno y peligroso?
¿Qué es la poesía cuando habla del narcotráfico?
Carajo.

Luna interior.


Hay una luna escondida
en algún sitio del cuerpo,
ahí, dentro de algún tejido, 
acomodada en algún hueco.
Una luna enamorada de la luna,
luz de irresistible imagen,
cadencia inigualable del universo,
corazón que late luego de morir.
Es una luna tímida, olvidadiza;
se le olvida que es hija de alguien,
que es inmortal
y que lo que le brilla es el alma,
y no la figura.

La luna dentro
y el sol también,
o quizá no y sí.
Una bestia de dioses,
como lo es el hombre;
no puede ser diferente,
donde hay uno hay dos,
donde no hay, hay.  

Luna de bruja,
ilumina tu pecho,
dios emanando.

sábado, 5 de febrero de 2011

Tres de amor.

Porque todavía se puede escribir de amor…

I
La sombra de un espiral,
una mancha
tan increíblemente hermosa;
cuesta trabajo dibujarla.
No basta el hilo de la vista perdida
en la mas corta de las gotas de agua,
brillando tan terriblemente bello;
que el propio sol se esconde
debajo de la pena de una nube, que opaca:
no el brillo de aquellos ojos
infinitamente grandes,
grandes…
sino el fuego de la poca vida de un hombre
que ha dejado todo en las manos de un dios;
estúpidamente despistado.

Le hace el más tierno favor al mundo,
le da la mano al que camina detrás;
el segundo en la espera
de posibilidades interminables.
No le ha dejado nada a nadie,
pero no ha guardado nada.
Ni el brillo de los ojos de miel,
ni la sombra que mancha
el suelo de espirales,
ni la gota corta,
ni su fuego mismo.
Y a dios no le reprocha la perdida fe.
A sus manos no les oculta la pena,
del olvido que sufrieron del roce divino,
perpetua animalidad de una culpa endemoniada.
Tan arrebatadamente endemoniada.

II
Las gotas, la mesa, el sofá, mi bosque,
el pasillo, la escalera, la arena,
el beso enorme del si puedo, nena,
el sí, el castigo por lo que toque.

El hueco enorme en la parte de atrás,
el soplido de una ventana abierta,
el pelo enmarañándome la vista,
la mueca, el pesimismo, los nomás

el cuerpo, tu nihilismo, la piedad,
la estrella, ese extraño olor de coche,
el precipicio, la poca verdad.

La hora de irse, el beso repetido,
el viento acariciando las mejillas,
sobre todo ese viento en tus mejillas.

III

Una vez le soplé al oído alguna voz que jamás se ha repetido,
una de ida y sin vuelta, una de borrar la memoria,  
una de poner el cielo bajo los párpados
para mirarlo hacia adentro.

De vez en cuando las piedras
dicen su nombre en los charcos,
cuando caen tres seguidas.

A nadie le sobra un latido,
como momento de esos que no regresan,
efímera proporción del giro del mundo,
catástrofe natural de una madre
piadosa e indecente.

Un loco escucha tres piedras en charco,
como latido y medio, o como un nombre,
hay quien sólo escucha tres chasquidos callados
¿Qué escuchará aquella que se refleja
en esas ondas, que cualquiera puede ver,  
a pesar de lo que escuche?