Lo numerable es una medida innecesaria,
no tiene fin, por lo tanto no tiene razón de existir. Los patrones son los
límites de la existencia, uno es lo que le permiten sus límites y no hay
discusión en eso. Las cosas no cambian, si un acto nuevo es sorpresivo no es
más que la ignorancia de la posibilidad de hacerlo. No somos infinitos ni renovables;
un montón de sintonías que regulan las posibilidades de lograr, de llegar, de
conocer algo o a alguien son el mero motor de la existencia. No hay razones para nada, todo lo que está
escrito en el caos es posible que suceda sin
necesidad de personajes o estados mentales. La iluminación, el epojé o
el orgasmo son situaciones repartidas por el mundo como piedras o polvo. Incluso el más imbécil arroja la piedra del
pecado y también el más brillante se tropieza con la piedra que apenas se sostiene a sí misma. Los actos de uno u otro son los mismos pero el
espíritu que los conforma se despliega de distinta manera en cada uno, el texto de uno es la lectura de otro y el
fin es el mismo.
Volteas y miras el mueble que sostiene los libros y no
hay nada ahí, y recuerdas todo lo anterior y justificas cada una de tus equivocaciones
numerando los libros que exaltan su nombre para que los veas. Cada libro es un
error, cada línea un pequeño pecado, un cambio; te escriben para que cambies, y
tu cambias el libro cuando lo lees para que ninguno se quede siendo lo que es.
No consigues nada porque no estás al ritmo de los otros, no eres el que se
renueva ni existes para creerte, tú mismo, que podrías estar en algún sitio.
Hay que ser un canalla para mentir, para escribir el montón de cosas que hay
que leer, a mí nadie me dijo que lo hiciera, pero ése es un error
definitivamente mío; no debí esperarlo
como un regalo sino como una advertencia de muerte: “Hay que morir,
David, ser un muerto” lo hubiera entendido desde los 3
pero entonces estaba ocupado no escuchando, ni siquiera hablando ¿para qué
hablaría sin tener nada que decir? Mi madre nunca me dijo que tenía que hablar
aunque de mi boca no saliera nada. Así
que aprendí a no decir más que lo que me era posible de entender y lo que
podría ayudarme a sobrevivir, sobrevivir sin morir.
A mí me hicieron genuino. Entonces
decidí cambiarlo, dejé de ser el que está dondequiera que un par de piernas lo
permita, y lo escribía todo en mi memoria que, como castigo, no olvida nada: lo
sembré y creció y era eso y no otra cosa lo que se había convertido en mi
sustancia. Pero decides cambiarlo y ves
en un crucigrama la vía y puedes ponerle todas las respuestas posibles pero
siempre habrá palabras inconclusas como muestra de que el crucigrama no
responde, no le importas un carajo y puedes inventarle las palabras más exactas
y complejas y no existirás nunca. Pero
ese, otra vez, es tu error y lo pagas; aceptas el ingenio tortuoso como moneda cambio y como vía. Le sonríes y
le haces el amor para que no le diga a nadie que no existes y es un hecho que
lo hará.
Puedes golpear el cielo, me dijo,
pero no lo alcanzo y no lo entiendo, así que no digo nada para que los tragos
amargos se fermenten. Llegará en unas
semanas, David, ese nombre que te dará
la capacidad. Y todavía pregunto si cabe en el crucigrama. No importa porque el
crucigrama sólo es la muestra de que lo ideal es no cambiar, no excederse ¿sí ser uno mismo es un problema en el mundo
para qué escribirme mentiras en los ojos si cuando los cierre no habrá manera
de leerlas desde adentro? Tampoco
debería preguntar.
Las cosas numerables, las que se ven
y no, son el pretexto que tienen los otros para conseguir lo que no necesitan para ellos sino como
requisito del mundo.
Guárdenme un pedazo en tierra de
nadie.
1 comentario:
construir una humilde indiferencia frente a nuestra imposibilidad y a la propia indiferencia de todo para con nosotros, hay demasiada paja en esto que llamamos vida, que resulta casi imposible abrir los ojos y a aquellos que logran hacerlo, no les gusta lo que ven.
Un abrazo hermano
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