jueves, 30 de junio de 2011

Reencarnaciones del hombre Solo. (fragmento)

He caminado al estilo de los perros  de calle,  a merced del olfato, del oído, de cualquier cosa.  No es temporada de nada, no hay razones naturales, no hay frío ni brama. Se me han cancelado las erecciones desde hace unos kilómetros, no sé si alguien las mató o si me las suspendieron desde arriba. Ni siquiera vuelven al  compartir mi último cigarro con una bella prostituta en bata que se sentó a mi lado en la barra de algún bar de la primera, estoy seguro de que la sangre me hierve a cada respiro y aún así no encuentro donde acomodarla. Me voy de ahí como de todos lados mientras recojo los recuerdos de un rostro triste que le puso la amargura más grande a mi vida. La voz imaginaria llamándome pendejo por no ser de ella de quién estaba enamorado. Cada paso es una imagen que regresa luego de mucho; de todas sé el lugar, la fecha, la razón, el motivo y quizá la hora.
Bajo la banqueta viendo al semáforo y me golpea la memoria de un largo cabello rojo adornando unas grandes tetas metidas debajo de una camisa de kiss, después me llegan, de pronto, otras tetas y otro pelo, parecidas ambas cosas a las anteriores. Doy cuenta de que repito mis actos. Trato de pensar en otra cosa mientras descubro a dos tipos al frente, besándose. Recuerdo de pronto  un beso profundo en la parte de atrás de un auto verde, me pierdo en los detalles, sus detalles, mujer perfecta, toda.  Aprieto los ojos, trato de borrarla aunque sea por un momento, pero la sigo viendo, sigue ahí, me está golpeando. El último espiral de su cabello se marca en mis ojos y aún cuando los abro para seguir caminando se devisa entre las luces del anuncio  de la esquina; estoy maldito, tengo demonios atravesados en mi alma que se tatúan en mis ojos y no me permiten ver la calle.
Las calles no se vacían nunca, parece que dependen de no estar solas, que si se quedan huecas desaparecen, es como si los hombres le dieran la existencia. Mi memoria ataca cuando busco un lugar vacío, es una sonrisa infantil de hace mucho tiempo; callo la sonrisa de un beso, sé que le estoy mintiendo, sé que no me importa qué es lo que le importa a ella, y la beso de todas maneras. Recuerdo que lo quería antes, pero no ahora, cierro fuerte los ojos y los abro después, de frente a un poste. Olvido el beso de aquella sonrisa  y recuerdo los juegos de niños que aún en la preparatoria jugábamos.  De la nada: Servicio social en la enfermería, dentro del pequeño consultorio mientras la doctora estaba en clase.  La chica: ojos grandes y pelo negro; mientras un amigo me cuida la entrada le quito la blusa y levanto el sostén, puedo ver sus tetas mirándome fijamente, le aprieto la cintura fuerte con los antebrazos, como para que no se escape  y le empiezo a besar los pezones, los mamo y los aprieto con los labios, la escucho decir mi nombre y desaparece.  Quién sabe cuántos pasos di mientras recordaba eso pero estoy en una esquina y sigo viendo gente, ésta nunca desaparecerá, como tampoco mis memorias.
Es hora de irse, lo sé cuando comienzo a sudar y el aire me falta. Necesito un cigarro pero se terminaron. Y recuerdo el maquillaje de aquella prostituta, recuerdo su sonrisa también, la que hizo cuando se acercó, la misma que me regaló cuando me pidió el cigarro; ésa a la que un hombre no puede negarse. Pienso que me enamoré de ella y justo cuando termino de pensarlo aparece una mirada, ni siquiera tengo que pensar quién es, lo sé al ver sus ojos desesperados, me mira y estoy dentro de ella, abre la boca para morderme y desaparece.  Volteo  a la izquierda, una luz en el techo de un auto es una señal gloriosa en momentos tan cutres como éste. Tomo un taxi, me tranquilizo.
Para evitar que la música del taxista me traiga recuerdos me concentro en la calle. La línea de la banqueta es blanca, muy blanca, y parece interminable; hemos recorrido largo tramo y sigo viéndola. Larga línea blanca. Y llega otra línea a mi cabeza: dos chicas haciéndome favores en un motel de buen precio, una de ellas está de rodillas en la orilla de la cama, y mientras estoy detrás golpeando sus nalgas mientras entro, inhala, de la otra, el camino hacia  el ombligo que ella misma le dibujó con cocaína. La otra se levanta y la quita de mí, comienza a besarme, me besa todo lo que puede y se tira de nuevo a la cama abriendo las piernas, me llama con sus bocas, las dos; y yo trato de llenar ambas. El taxista evade a un perro, bendigo al animal por sacarme del tiempo. No miro más a la ventana, ya no miro nada, no quiero.
Me pregunto por qué una prostituta se acercaría  a mí. Era tan bella como la misma paz del alma que cuentan que existe, pude amarla como amé a aquélla que tenía un nombre con significado dulce y un rostro de diosa; está a punto de llegar la memoria de su cuerpo desnudo y el taxista para y dice “ya llegamos, joven”.  Yo sonrío, le pago y le doy las gracias, pero no por traerme, sino por evitarme la peor de las reencarnaciones, la de aquélla. Cruzo la calle y camino de regreso a casa.
Siempre regreso al mismo sitio, siempre con la misma cara, siempre a sentarme donde mismo, a seguir atrapando memorias; por más costumbre que por deseo, con más miedo que satisfacción.  Tomo hielo del congelador, los dejo caer en un vaso y se forma una estrella dentro de éste, sonrío y el alma me pesa dentro del pecho, la memoria no me deja estar solo, pienso en todas las estrellas que puedo y me atacan todas, cada una con distinta voz, distinto color, nalgas, pechos, labios, vaginas, ojos, cabellos, dedos, gemidos…
Dejo el vaso, paso las horas con las manos en la cara, como tratando de regresar los recuerdos a mi cabeza metiéndolos por los ojos…

martes, 28 de junio de 2011

A respiro profundo.

El último suspiro de un hombre debe estar contaminado, negro, espeso. Debe parecer la razón de la muerte, debe contener la desesperación de una reacción vaporizada; debe ser oloroso, repugnante, placentero. El hombre debe sacar la vida de sus pulmones, debe escupirla, vomitarla.

Porque nadie entiende el suicidio lento, el suicidio del arte, el suicidio del disfrute. El licor suave de la vida en ocaso constante; la penumbra sin dolor ni miedo, el desapego más profundo, el cuento que no cuenta al futuro en su presente. El presente que siempre es lo que parece y que parece siempre ser mejor.

El más astuto de los hombres reniega del oxigeno, lo opaca, lo esconde, lo pinta. No respira: espira. Se contamina el hombre astuto, se desdibuja del viento, se recorta las alas que le salen de la espalda, las mutila. Se mutila la vida, también, para no estar deforme ni monstruoso, se cuida, los cuida a todos; los baña con sus manos y los seca con vientos de calor y dolor, de podredumbre y nostalgia, de lejanías perpetuas.

El Hombre Solo, no comunica con las palabras que forman figuras en el pensamiento, sino con señales que dibujan arte en el viento con blanquizcos y oscuros tonos de tormenta y llamarada, de fuego arrojado, inmenso manantial de innombrables reencarnaciones de los otros, los que ya no están porque el Solo los suspende, los existe desde afuera y desde otro lado.

Bebe, flota en elixir el engaño del que juega con la muerte en un relámpago de vida. Ya escupe, ya vomita; ya desconoce a los que siempre son, lo que no cambian, los que viven por relámpagos, también.

Él, Solo, no espera que se lo lleven aun cuando pronto le toca despedirse. El hombre no es una quimera de repente, ni una pieza, ni alguna cosa de valor, es sólo ese aire que le sopla al viento casi para correrlo de su rostro, casi para advertirle que si vuelve lo transformará en muerte, en destino, en santidad, en vida que no es lo mismo, en ningún caso, que tiempo.

lunes, 27 de junio de 2011

Cuatro párrafos y un soneto de autoexilio.

I

Hay que sanar las heridas desde el cielo,
arrancar las bendiciones,
condenar al fuego el aliento entrecortado,
abusar del instante, de los olores.

Meterse a la cueva del desprecio,
con los que se comparte el mundo,                       las yagas;
llegar como loco, ahogado, sediento,
mutilado del alma pero con calma.

II

¿Qué con esconderse en la propia piel?
¿Con someterse, el hombre, a sí mismo?
si en su abismo la mujer se hizo miel;
figura que se escurre, un espejismo.

Si los enemigos se han vuelto amigos,
si el rostro ya no le parece humano,
si en vano va cobrándose castigos
que con sangre se escriben en su mano.

Debe separarse del mundo, entonces,
esconderse en su pago de intereses,
volcarse con su vida a la muerte.

Cerrar los ojos para ver adentro,
darle suerte a la suerte de la suerte,
suficiente, para encontrar su centro.

III

Un ojo tragaluz de luna entre las piedras,
iluminación sin rumbo, desparpajada,
una sonrisa curvada en el suelo,
marcada sin dolor sobre las rocas.

La mano de una niña sin velo
mostrando su carita enojada,
hermosa como el canto de las ranas
cuando el hombre las escucha sin mirar.

lunes, 20 de junio de 2011

Mañanas.

I
Cada día amanece un poco más tarde,
el sol se ve más fuerte al salir,
pero sale tarde; 
a la hora de despertar está hirviendo el aire,
y las hojas de los árboles se ven tostadas
por los rayos que  caen de entre las nubes del verano.
Antes no veía esas cosas, prefería los espejos,
ahora ya no hay nada que ver ahí. 
Así que salgo a la calle a ser como la hoja del higo,
o de la enredadera, 
o como las pequeñas hojas del árbol de granadas
que cada vez es más viejo y delgado.
Las aves del paraíso, no vuelan ni cantan,
se quedan quietas  viendo hacia el frente,
como queriendo llegar, con los ojos cerrados,
al otro lado del viento.
Los árboles ya casi caminan,
Se acomodan entre los edificios
porque a veces no aguantan; 
y tengo que ir por ahí, caminando,
persiguiendo las sombras que van dejando
mientras huyen de la luz.          

domingo, 5 de junio de 2011

Que estoy harto.

Que estoy harto,
que estoy muerto,
que la vida se va al exhalar
y no regresa al respirar.

Que imagino, de vez en cuando,
las calles muriendo conmigo;
que las casas se quedan en pie
y se burlan de mí como lo hace el destino.

Que lloro con los ojos en fuego
y me visto de negro
como negro el camino,
negro el momento que en la nada me quedo.

Que el viento ya no sopla
en espirales negros de seda,
que la piel ya no se pinta
ni se moja con la vista.

Que ya no encuentro (en el cielo)
el poco amor que el dios me daba
mientras dormía en la cama o el suelo
con la mujer que llegaba con olor a miel
y se llevaba en sensación desprecio, enamorada.

viernes, 3 de junio de 2011

Soneto (sonreto) al pisto.

Hay que hacer público que le debemos
tanto y tanto al buen y glorioso pisto
que cada sorbo fino que bebemos
le damos un beso de amor a cristo.

Santifica los males que tenemos
con un ardor frío que jamás se ha visto
fuera de la copa que sostenemos;
como si tuviera el saber del misto.

Sacrifiquemos lo poco que nos queda
en nuestro vaso para que otro venga
y de la nada salga cuando beba.

En el secreto del alcohol insisto
que es decreto para que nadie entienda
que siendo un dios da cara de mephisto.